jueves, 28 de noviembre de 2013

Mi primera vez

He trabajado en los grandes teatros de Europa, bajo la dirección de grandes cabezas pensantes, interpretando los textos de los grandes autores de los últimos siglos. La verdad es que no me puedo quejar, he tenido suerte. Aunque de la suerte y el azar no me acabo de fiar, la verdad. Yo soy más de Picasso y “que las musas te pillen trabajando”. Musa, bonito nombre, me han definido así más de una vez, saben. 
Púes bien, os explicaré como logré llegar hasta aquí, y no, no tengo la fórmula secreta del éxito, y si la tuviera os puedo asegurar que la vendería muy cara. Empezaré poco a poco, con pies de plomo a explicaros mis inicios en el maravilloso mundo del teatro. Me salto mi papel de Bruja de Hansel y Gretel, y el de Ángel en una obra navideña, pasando de largo por Campanilla, por una Moira del Inframundo y también por la dicharachera narradora de la tragedia navideña “La Cerillera”. Después de hacer este fugaz recorrido por el teatro escolar, llegamos a mi primera compañía: “La Moral”. Tenía quince años y había entrado con una amiga a cursar el taller de los sábados por la mañana. Representábamos la comedia de Woody Allen “No et beguis l’aigua” y yo estaba muy contenta con mi personaje y mis compañeros. Os cuento un secreto: Mi marido sobre el escenario era un chico muy guapo y educado (había conocido pocos como él).  Aún somos amigos, así que si me estás leyendo, lo harás tarde o temprano, te mando un saludo. Él y los demás me ayudaron mucho, cogimos confianza rápido y las mañanas de sábado cada vez se me hacían más apetecibles. Yo iba notando como aquello iba pasando de ser un simple hobby a ser un pequeño gusanito que me recorría el estómago haciéndome cosquillas. Después de varios ensayos llegó el día esperado, el momento de la verdad, el todo o el nada. Realmente no dejaba de ser una pequeña muestra de teatro juvenil, de una pequeña compañía, de un pequeño barrio, de una pequeña ciudad, pero para mí era un hecho muy importante.

Aquel domingo llegué muy pronto al teatro, nos habían citado a las cuatro y la actuación era a las seis. Yo, al acabar de comer me calcé mi caperuza roja, mi cesta y me aventuré a la calle. Pensaba en caperucita porque era un cuento y un personaje con el que siempre me había sentido identificada, pero la verdad es que yo era muy mala imitadora. Durante el camino me mordí las uñas, me comí la merienda de la cesta y asusté al lobo con mis pasos rápidos de “llego tarde”, pero llegaba muy pronto.  Me paré en un bar para comprar un paquete de tabaco (si, para entonces ya fumaba), necesitaba humo en mis pulmones para apaciguar el ritmo frenético de mi caja torácica. Me fumé tres cigarrillos por el camino a modo de placebo porque, yo bien sabía que no me calmarían. Al llegar al teatro mi corazón cobró vida y salió del pecho por un momento, haciendo que mi cuerpo se agitara involuntariamente con un movimiento espasmódico que me hizo sonrojar de la vergüenza. – Empezamos bien, - pensé. 
Fui al vestuario donde estaba mi compañero preferido y la directora, estuvimos hablando de cosas ajenas al espectáculo y mi voz estaba más temblorosa que la mismísima ciudad de Chile. No sé si ellos lo notaron, pero mis cuerdas vocales pasaron de ser suaves y sensibles como las cuerdas de un arpa a  ser duras y eléctricas como las de un bajo en pleno concierto. Bebí agua y mi garganta se refrescó haciéndome olvidar el temblor de mis cuerdas vocales y, el concierto interno en el cual intervenía el corazón marcando la pulsación y el diafragma a modo de acordeón. Por fin estaba más tranquila. Me vestí, me maquillé, repasé el texto y escuché:

-¡Falta media hora!

Esas tres palabras se me clavaron en el estómago como una estaca. 
-No quiero hacer teatro, no quiero hacer teatro, no quiero hacer teatro - me repetí constantemente durante esos treinta minutos. A los cinco restantes todos nos empezamos a dar abrazos deseándonos “Mucha mierda”. Me daba vergüenza que los demás, al abrazarme, notaran cada sístole y diástole en forma de semicorcheas. Subí las escaleras y esperé, como todos, entre las bambalinas rojas de terciopelo. Olían a viejo y el espacio que éstas nos delimitaba era muy pequeño, el escenario pequeño para un bonito ataque de ansiedad inoportuno. No fue el caso. Las manos me sudaban más que nunca y aunque me las secara contra el vestido se me volvían a mojar al instante. Las piernas no me reaccionaban, estaban como dormidas, asustadas, paralizadas, no estaba segura que me fueran a reaccionar. Mi boca era como un desierto subsahariano; me sentía la boca pastosa, como si hubiera tragado arena. La lengua estaba medio muerta  posada entre los dientes y no muy dispuesta a despertar. Y todo esto, estando atenta a la situación que trascurría en escena para saber cuándo  entrar, mi señal era un disparo sordo de una pistola de fogueo. Tres, dos, uno… Bang! 
Mi pie ya estaba en el escenario, mi cabeza bajo los focos y la mirada, tal y como me habían dicho, direccionada a la tabla de luces. Empecé con la boca seca pero al par de dos minutos todo se desvaneció y el pánico se convirtió en placer y generosidad. 

Y eso es el teatro, amigos, la conversión de tus miedos en movimiento, pasión y comunicación.

Pentesilea- Heinrich Von Kleist
Febrer 2013
Col·legi de Teatre de Barcelona


domingo, 24 de noviembre de 2013

Medidas desesperadas

Mis primos tenían un precioso Husky siberiano muy dócil y obediente. Tenía, como es propio en esa raza, un ojo de cada color; uno azul cielo y otro verde oliva. Ese hecho a mi me hacía gracia porque me recordaba a una niña de clase;  Montse le pusieron sus padres y nosotros, bajo la crueldad infantil la bautizamos como “La Husky”. El perro de mis primos era mucho más dócil, amigable y cariñoso que Montse, que era un poco arisca. Un día mí perruno amigo contrajo una enfermedad incurable: “celos”, semejante a la famosa rabia canina, pero mucho más devastadora y mortal. Era un animal tan sensible y humano que éste sentimiento se le infectó hasta enquistarle el corazón. En esa época mi prima trajo al mundo a una niña monísima de grandes mofletes rosados y ojos curiosos que examinaba todo aquello que le rodeaba con especial dulzura. Mis primos estaban entregadísimos a la labor de ser padres primerizos pero todavía no se aclaraban con los horarios de sueño del bebé, ni de comida, tampoco con el ritual de cambiar los pañales, ni con el “eructito” de después de comer, que no salía.  Desde el genial acontecimiento de ser uno más en casa, el comportamiento del bueno de Husky empezó a cambiar;  al principio protegía a la niña como si fuera uno más de sus progenitores, pero poco a poco, al notar que dejaban de jugar con él para hacer biberones empezó a mostrarse más que distante con ella, incluso a gruñirle en un par de ocasiones. Mis primos, llegados este punto se vieron en la obligación de elegir entre el perro y el bebé. Después de la pertinente deliberación el perro fue llevado a su veterinario, el de toda la vida, el cual se convirtió por un momento en verdugo.
 El pequeño Husky murió el tres de Diciembre del 1999. ¿La causa? Una inyección en el lomo que le cerró los ojos,  tal como la manzana a  Blancanieves. Una vez cometido el sacrilegio mis primos no sabían qué hacer con el cuerpo, y tras contemplarlo tendido en la camilla decidieron que no querían olvidarlo, que no estaban conformes limitándose solo al recuerdo de los buenos tiempos.
 ¿Solución?
Disecarlo.
Habían dado con la clave. ¿Quién decía que no se puede tener todo en esta vida? Embalsamaron al perro y  su casa pasó del olor a desinfectante y pienso, al de potito y pañal. Todo eran ventajas, ahora tenían una nueva mesa para dejar los juguetes y trastos de la niña. Era un mueble totalmente de diseño bajo la forma del estupendo cuerpo de su antiguo y fiel amigo Husky. Era una pieza única en el mundo, con un valor sentimental que no se podía calcular con dinero.

Desde  ese momento dejé de visitar a mis primos que pasaron de ser una pareja encantadora y divertida a ser unos psicópatas sanguinarios, bajo mi mirada afectada de una niña de siete años. Con el tiempo todo se cura y hoy en día puedo decir que veo a mis primos como unos padres responsables que quieren a su  hija y no como los sádicos asesinos que se me antojaban años atrás.  Y como cuando el tiempo pasa, pasa para todos, ellos poco a poco se han ido arrugando, secando y moldeando su rictus bajo el patrón inexpresivo del fiscal de un juicio sumarísimo. Sus cabellos tienen canas, el blanco ha ido cubriendo su pelo como si les nevara encima hasta llegar a tener una cierta similitud con un husky siberiano. El bebé, como sus padres, también ha crecido y se ha convertido en una preciosa niña consentida y sin mascota que, cada vez que la veo me recuerda a  ese perro juguetón que procuraba no morderme los dedos cada vez que le premiaba con una galletita. 

lunes, 18 de noviembre de 2013

Sunday morning.

Era un domingo cualquiera, de una semana cualquiera de un bonito mes de Mayo. Para celebrar la llegada de Perséfone y sus infantas a la ciudad, cada sábado noche hacía un pequeño ritual en su honor para agradecerles así la llegada del sol y el color a nuestras vidas. Me ponía mis mejores atuendos; túnicas virginales, vestidos de flores y faldas que dejaban ver mi lunar de la rodilla. Cubría también mi piel de frescos ungüentos e impregnaba mi cuerpo en alcohol. Copa tras copa, frasco tras frasco me ponía en sintonía con mí alrededor y la naturaleza modernista de la metrópolis que me rodeaba. Era un ritual, sí, mi propio ritual de primavera. Y como parte del ritual, no menos importante que la anterior, está la mañana del después que, con un poco de suerte, podía pasarla acompañada de algún Semidiós griego, pero éste no era el caso.
Me desperté sobresaltada por el ruido constante de un somier oxidado, creía que era parte de mi embriagado sueño pero al abrir los ojos y contemplar mi mareada realidad me di cuenta que mis vecinos de arriba estaban pasando una pasional mañana de domingo. El reloj marcaba las diez y media y yo apenas llevaba tres horas de sueño en el cuerpo. Intenté concentrarme para volver a mi misma e imaginarme que yo era la protagonista de aquella entrañable escena conyugal. Teniendo en cuenta que mis vecinos me doblan la edad y están felizmente casados con dos niños no me pareció de más que, al menos una vez a la semana, se entregaran al placer de la carne. El sonido era monótono, constante y sosegado. Me imaginaba caricias de por medio y algún que otro “te quiero”, pero yo quería seguir durmiendo entre mis sábanas recién cambiadas.  Conseguí volver a cerrar los ojos pero a los pocos minutos un golpe seco me ensordeció los oídos. Silencio.
¿Ya está?- pensé. Pero el somier cogió carrerilla como si no hubiera ningún tipo de colchón de por medio y, a dos tiempos, empezó la orquestra sinfónica de los horrores. Gemidos agudos y tonos graves se entremezclaban con  algún que otro mote obsceno  que travesaban vilmente las paredes de mi habitación, que se convirtió en la sala de espera de un matadero en la cual decenas de cochinillos y terneros esperaban histéricos la hora de su muerte. Aquello pasó de ser una bonita, incluso graciosa estampa familiar a una insaciable sesión de sado. El ruido aterrador del hierro del somier se volvió homogéneo y los chillidos de la pareja cada vez más y más cercanos; como si me gritaran al oído, como si yo estuviera allí con ellos compartiendo su más expuesta intimidad. Me sentí voyeur por un momento y mi resaca se transformó en una preocupación maternal que nunca antes había sentido.

¿Sus hijos estarán presenciando, tal como yo el espectáculo? O incluso peor, porque si yo estaba en primera fila ellos tenían el palco VIP. Esa preocupación se convirtió en un estado físico al borde de la ansiedad y un ardor repentino me subió des de la boca del estómago hasta los pies de mi cama. Ahora todos esos graznidos y gritos de socorro de aquellos pobres animalillos histéricos,  habían pasado por la sala de tortura y colgaban goteando sangre des de mi propio techo inundando la estancia con una putrefacta olor a vómito y ron. Cogí fuerzas y decidí despegarme de las sábanas hasta llegar al piso de arriba; descalza, con apenas una camiseta y mucho por decir. Piqué tres veces al timbre convencida en todo lo que les iba a decir alegando al respeto, al descanso personal y a la intimidad. Al escuchar los pasos tras la puerta y a continuación el rostro sofocado de la pareja, un vómito ardiente de palabras volvió a subirme des de el estómago, pasando por el esófago, hasta llegar a su bonito felpudo en el cual ponía “Bienvenidos”.
 Su cara fue un poema y yo, un poco más tranquila, pasé mi resaca.