domingo, 24 de noviembre de 2013

Medidas desesperadas

Mis primos tenían un precioso Husky siberiano muy dócil y obediente. Tenía, como es propio en esa raza, un ojo de cada color; uno azul cielo y otro verde oliva. Ese hecho a mi me hacía gracia porque me recordaba a una niña de clase;  Montse le pusieron sus padres y nosotros, bajo la crueldad infantil la bautizamos como “La Husky”. El perro de mis primos era mucho más dócil, amigable y cariñoso que Montse, que era un poco arisca. Un día mí perruno amigo contrajo una enfermedad incurable: “celos”, semejante a la famosa rabia canina, pero mucho más devastadora y mortal. Era un animal tan sensible y humano que éste sentimiento se le infectó hasta enquistarle el corazón. En esa época mi prima trajo al mundo a una niña monísima de grandes mofletes rosados y ojos curiosos que examinaba todo aquello que le rodeaba con especial dulzura. Mis primos estaban entregadísimos a la labor de ser padres primerizos pero todavía no se aclaraban con los horarios de sueño del bebé, ni de comida, tampoco con el ritual de cambiar los pañales, ni con el “eructito” de después de comer, que no salía.  Desde el genial acontecimiento de ser uno más en casa, el comportamiento del bueno de Husky empezó a cambiar;  al principio protegía a la niña como si fuera uno más de sus progenitores, pero poco a poco, al notar que dejaban de jugar con él para hacer biberones empezó a mostrarse más que distante con ella, incluso a gruñirle en un par de ocasiones. Mis primos, llegados este punto se vieron en la obligación de elegir entre el perro y el bebé. Después de la pertinente deliberación el perro fue llevado a su veterinario, el de toda la vida, el cual se convirtió por un momento en verdugo.
 El pequeño Husky murió el tres de Diciembre del 1999. ¿La causa? Una inyección en el lomo que le cerró los ojos,  tal como la manzana a  Blancanieves. Una vez cometido el sacrilegio mis primos no sabían qué hacer con el cuerpo, y tras contemplarlo tendido en la camilla decidieron que no querían olvidarlo, que no estaban conformes limitándose solo al recuerdo de los buenos tiempos.
 ¿Solución?
Disecarlo.
Habían dado con la clave. ¿Quién decía que no se puede tener todo en esta vida? Embalsamaron al perro y  su casa pasó del olor a desinfectante y pienso, al de potito y pañal. Todo eran ventajas, ahora tenían una nueva mesa para dejar los juguetes y trastos de la niña. Era un mueble totalmente de diseño bajo la forma del estupendo cuerpo de su antiguo y fiel amigo Husky. Era una pieza única en el mundo, con un valor sentimental que no se podía calcular con dinero.

Desde  ese momento dejé de visitar a mis primos que pasaron de ser una pareja encantadora y divertida a ser unos psicópatas sanguinarios, bajo mi mirada afectada de una niña de siete años. Con el tiempo todo se cura y hoy en día puedo decir que veo a mis primos como unos padres responsables que quieren a su  hija y no como los sádicos asesinos que se me antojaban años atrás.  Y como cuando el tiempo pasa, pasa para todos, ellos poco a poco se han ido arrugando, secando y moldeando su rictus bajo el patrón inexpresivo del fiscal de un juicio sumarísimo. Sus cabellos tienen canas, el blanco ha ido cubriendo su pelo como si les nevara encima hasta llegar a tener una cierta similitud con un husky siberiano. El bebé, como sus padres, también ha crecido y se ha convertido en una preciosa niña consentida y sin mascota que, cada vez que la veo me recuerda a  ese perro juguetón que procuraba no morderme los dedos cada vez que le premiaba con una galletita. 

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