Mis primos tenían un precioso Husky
siberiano muy dócil y obediente. Tenía, como es propio en esa raza, un ojo de
cada color; uno azul cielo y otro verde oliva. Ese hecho a mi me hacía gracia
porque me recordaba a una niña de clase;
Montse le pusieron sus padres y nosotros, bajo la crueldad infantil la
bautizamos como “La Husky”. El perro de mis primos era mucho más dócil,
amigable y cariñoso que Montse, que era un poco arisca. Un día mí perruno amigo
contrajo una enfermedad incurable: “celos”, semejante a la famosa rabia canina,
pero mucho más devastadora y mortal. Era un animal tan sensible y humano que
éste sentimiento se le infectó hasta enquistarle el corazón. En esa época mi
prima trajo al mundo a una niña monísima de grandes mofletes rosados y ojos
curiosos que examinaba todo aquello que le rodeaba con especial dulzura. Mis
primos estaban entregadísimos a la labor de ser padres primerizos pero todavía
no se aclaraban con los horarios de sueño del bebé, ni de comida, tampoco con
el ritual de cambiar los pañales, ni con el “eructito” de después de comer, que
no salía. Desde el genial acontecimiento
de ser uno más en casa, el comportamiento del bueno de Husky empezó a
cambiar; al principio protegía a la niña
como si fuera uno más de sus progenitores, pero poco a poco, al notar que
dejaban de jugar con él para hacer biberones empezó a mostrarse más que
distante con ella, incluso a gruñirle en un par de ocasiones. Mis primos,
llegados este punto se vieron en la obligación de elegir entre el perro y el
bebé. Después de la pertinente deliberación el perro fue llevado a su
veterinario, el de toda la vida, el cual se convirtió por un momento en
verdugo.
El pequeño Husky murió el tres de Diciembre
del 1999. ¿La causa? Una inyección en el lomo que le cerró los ojos, tal como la manzana a Blancanieves. Una vez cometido el sacrilegio
mis primos no sabían qué hacer con el cuerpo, y tras contemplarlo tendido en la
camilla decidieron que no querían olvidarlo, que no estaban conformes
limitándose solo al recuerdo de los buenos tiempos.
¿Solución?
Disecarlo.
Habían dado con la clave. ¿Quién
decía que no se puede tener todo en esta vida? Embalsamaron al perro y su casa pasó del olor a desinfectante y pienso,
al de potito y pañal. Todo eran ventajas, ahora tenían una nueva mesa para
dejar los juguetes y trastos de la niña. Era un mueble totalmente de diseño bajo
la forma del estupendo cuerpo de su antiguo y fiel amigo Husky. Era una pieza
única en el mundo, con un valor sentimental que no se podía calcular con dinero.
Desde ese momento dejé de visitar a mis primos que
pasaron de ser una pareja encantadora y divertida a ser unos psicópatas
sanguinarios, bajo mi mirada afectada de una niña de siete años. Con el tiempo
todo se cura y hoy en día puedo decir que veo a mis primos como unos padres
responsables que quieren a su hija y no
como los sádicos asesinos que se me antojaban años atrás. Y como cuando el tiempo pasa, pasa para
todos, ellos poco a poco se han ido arrugando, secando y moldeando su rictus bajo
el patrón inexpresivo del fiscal de un juicio sumarísimo. Sus cabellos tienen
canas, el blanco ha ido cubriendo su pelo como si les nevara encima hasta
llegar a tener una cierta similitud con un husky siberiano. El bebé, como sus
padres, también ha crecido y se ha convertido en una preciosa niña consentida y
sin mascota que, cada vez que la veo me recuerda a ese perro juguetón que procuraba no morderme los
dedos cada vez que le premiaba con una galletita.
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