lunes, 18 de noviembre de 2013

Sunday morning.

Era un domingo cualquiera, de una semana cualquiera de un bonito mes de Mayo. Para celebrar la llegada de Perséfone y sus infantas a la ciudad, cada sábado noche hacía un pequeño ritual en su honor para agradecerles así la llegada del sol y el color a nuestras vidas. Me ponía mis mejores atuendos; túnicas virginales, vestidos de flores y faldas que dejaban ver mi lunar de la rodilla. Cubría también mi piel de frescos ungüentos e impregnaba mi cuerpo en alcohol. Copa tras copa, frasco tras frasco me ponía en sintonía con mí alrededor y la naturaleza modernista de la metrópolis que me rodeaba. Era un ritual, sí, mi propio ritual de primavera. Y como parte del ritual, no menos importante que la anterior, está la mañana del después que, con un poco de suerte, podía pasarla acompañada de algún Semidiós griego, pero éste no era el caso.
Me desperté sobresaltada por el ruido constante de un somier oxidado, creía que era parte de mi embriagado sueño pero al abrir los ojos y contemplar mi mareada realidad me di cuenta que mis vecinos de arriba estaban pasando una pasional mañana de domingo. El reloj marcaba las diez y media y yo apenas llevaba tres horas de sueño en el cuerpo. Intenté concentrarme para volver a mi misma e imaginarme que yo era la protagonista de aquella entrañable escena conyugal. Teniendo en cuenta que mis vecinos me doblan la edad y están felizmente casados con dos niños no me pareció de más que, al menos una vez a la semana, se entregaran al placer de la carne. El sonido era monótono, constante y sosegado. Me imaginaba caricias de por medio y algún que otro “te quiero”, pero yo quería seguir durmiendo entre mis sábanas recién cambiadas.  Conseguí volver a cerrar los ojos pero a los pocos minutos un golpe seco me ensordeció los oídos. Silencio.
¿Ya está?- pensé. Pero el somier cogió carrerilla como si no hubiera ningún tipo de colchón de por medio y, a dos tiempos, empezó la orquestra sinfónica de los horrores. Gemidos agudos y tonos graves se entremezclaban con  algún que otro mote obsceno  que travesaban vilmente las paredes de mi habitación, que se convirtió en la sala de espera de un matadero en la cual decenas de cochinillos y terneros esperaban histéricos la hora de su muerte. Aquello pasó de ser una bonita, incluso graciosa estampa familiar a una insaciable sesión de sado. El ruido aterrador del hierro del somier se volvió homogéneo y los chillidos de la pareja cada vez más y más cercanos; como si me gritaran al oído, como si yo estuviera allí con ellos compartiendo su más expuesta intimidad. Me sentí voyeur por un momento y mi resaca se transformó en una preocupación maternal que nunca antes había sentido.

¿Sus hijos estarán presenciando, tal como yo el espectáculo? O incluso peor, porque si yo estaba en primera fila ellos tenían el palco VIP. Esa preocupación se convirtió en un estado físico al borde de la ansiedad y un ardor repentino me subió des de la boca del estómago hasta los pies de mi cama. Ahora todos esos graznidos y gritos de socorro de aquellos pobres animalillos histéricos,  habían pasado por la sala de tortura y colgaban goteando sangre des de mi propio techo inundando la estancia con una putrefacta olor a vómito y ron. Cogí fuerzas y decidí despegarme de las sábanas hasta llegar al piso de arriba; descalza, con apenas una camiseta y mucho por decir. Piqué tres veces al timbre convencida en todo lo que les iba a decir alegando al respeto, al descanso personal y a la intimidad. Al escuchar los pasos tras la puerta y a continuación el rostro sofocado de la pareja, un vómito ardiente de palabras volvió a subirme des de el estómago, pasando por el esófago, hasta llegar a su bonito felpudo en el cual ponía “Bienvenidos”.
 Su cara fue un poema y yo, un poco más tranquila, pasé mi resaca.

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