Era un domingo cualquiera, de una
semana cualquiera de un bonito mes de Mayo. Para celebrar la llegada de
Perséfone y sus infantas a la ciudad, cada sábado noche hacía un pequeño ritual
en su honor para agradecerles así la llegada del sol y el color a nuestras
vidas. Me ponía mis mejores atuendos; túnicas virginales, vestidos de flores y
faldas que dejaban ver mi lunar de la rodilla. Cubría también mi piel de
frescos ungüentos e impregnaba mi cuerpo en alcohol. Copa tras copa, frasco
tras frasco me ponía en sintonía con mí alrededor y la naturaleza modernista de
la metrópolis que me rodeaba. Era un ritual, sí, mi propio ritual de primavera.
Y como parte del ritual, no menos importante que la anterior, está la mañana
del después que, con un poco de suerte, podía pasarla acompañada de algún
Semidiós griego, pero éste no era el caso.
Me desperté sobresaltada por el
ruido constante de un somier oxidado, creía que era parte de mi embriagado
sueño pero al abrir los ojos y contemplar mi mareada realidad me di cuenta que
mis vecinos de arriba estaban pasando una pasional mañana de domingo. El reloj
marcaba las diez y media y yo apenas llevaba tres horas de sueño en el cuerpo.
Intenté concentrarme para volver a mi misma e imaginarme que yo era la
protagonista de aquella entrañable escena conyugal. Teniendo en cuenta que mis
vecinos me doblan la edad y están felizmente casados con dos niños no me
pareció de más que, al menos una vez a la semana, se entregaran al placer de la
carne. El sonido era monótono, constante y sosegado. Me imaginaba caricias de
por medio y algún que otro “te quiero”, pero yo quería seguir durmiendo entre
mis sábanas recién cambiadas. Conseguí
volver a cerrar los ojos pero a los pocos minutos un golpe seco me ensordeció
los oídos. Silencio.
¿Ya está?- pensé. Pero el somier
cogió carrerilla como si no hubiera ningún tipo de colchón de por medio y, a
dos tiempos, empezó la orquestra sinfónica de los horrores. Gemidos agudos y
tonos graves se entremezclaban con algún
que otro mote obsceno que travesaban
vilmente las paredes de mi habitación, que se convirtió en la sala de espera de
un matadero en la cual decenas de cochinillos y terneros esperaban histéricos
la hora de su muerte. Aquello pasó de ser una bonita, incluso graciosa estampa
familiar a una insaciable sesión de sado. El ruido aterrador del hierro del
somier se volvió homogéneo y los chillidos de la pareja cada vez más y más
cercanos; como si me gritaran al oído, como si yo estuviera allí con ellos
compartiendo su más expuesta intimidad. Me sentí voyeur por un momento y mi resaca se transformó en una preocupación
maternal que nunca antes había sentido.
¿Sus hijos estarán presenciando,
tal como yo el espectáculo? O incluso peor, porque si yo estaba en primera fila
ellos tenían el palco VIP. Esa preocupación se convirtió en un estado físico al
borde de la ansiedad y un ardor repentino me subió des de la boca del estómago
hasta los pies de mi cama. Ahora todos esos graznidos y gritos de socorro de
aquellos pobres animalillos histéricos, habían
pasado por la sala de tortura y colgaban goteando sangre des de mi propio techo
inundando la estancia con una putrefacta olor a vómito y ron. Cogí fuerzas y
decidí despegarme de las sábanas hasta llegar al piso de arriba; descalza, con
apenas una camiseta y mucho por decir. Piqué tres veces al timbre convencida en
todo lo que les iba a decir alegando al respeto, al descanso personal y a la
intimidad. Al escuchar los pasos tras la puerta y a continuación el rostro
sofocado de la pareja, un vómito ardiente de palabras volvió a subirme des de
el estómago, pasando por el esófago, hasta llegar a su bonito felpudo en el
cual ponía “Bienvenidos”.
Su cara fue un poema y yo, un poco más tranquila,
pasé mi resaca.
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