He trabajado en los grandes teatros de Europa, bajo la dirección de grandes cabezas pensantes, interpretando los textos de los grandes autores de los últimos siglos. La verdad es que no me puedo quejar, he tenido suerte. Aunque de la suerte y el azar no me acabo de fiar, la verdad. Yo soy más de Picasso y “que las musas te pillen trabajando”. Musa, bonito nombre, me han definido así más de una vez, saben.
Púes bien, os explicaré como logré llegar hasta aquí, y no, no tengo la fórmula secreta del éxito, y si la tuviera os puedo asegurar que la vendería muy cara. Empezaré poco a poco, con pies de plomo a explicaros mis inicios en el maravilloso mundo del teatro. Me salto mi papel de Bruja de Hansel y Gretel, y el de Ángel en una obra navideña, pasando de largo por Campanilla, por una Moira del Inframundo y también por la dicharachera narradora de la tragedia navideña “La Cerillera”. Después de hacer este fugaz recorrido por el teatro escolar, llegamos a mi primera compañía: “La Moral”. Tenía quince años y había entrado con una amiga a cursar el taller de los sábados por la mañana. Representábamos la comedia de Woody Allen “No et beguis l’aigua” y yo estaba muy contenta con mi personaje y mis compañeros. Os cuento un secreto: Mi marido sobre el escenario era un chico muy guapo y educado (había conocido pocos como él). Aún somos amigos, así que si me estás leyendo, lo harás tarde o temprano, te mando un saludo. Él y los demás me ayudaron mucho, cogimos confianza rápido y las mañanas de sábado cada vez se me hacían más apetecibles. Yo iba notando como aquello iba pasando de ser un simple hobby a ser un pequeño gusanito que me recorría el estómago haciéndome cosquillas. Después de varios ensayos llegó el día esperado, el momento de la verdad, el todo o el nada. Realmente no dejaba de ser una pequeña muestra de teatro juvenil, de una pequeña compañía, de un pequeño barrio, de una pequeña ciudad, pero para mí era un hecho muy importante.
Aquel domingo llegué muy pronto al teatro, nos habían citado a las cuatro y la actuación era a las seis. Yo, al acabar de comer me calcé mi caperuza roja, mi cesta y me aventuré a la calle. Pensaba en caperucita porque era un cuento y un personaje con el que siempre me había sentido identificada, pero la verdad es que yo era muy mala imitadora. Durante el camino me mordí las uñas, me comí la merienda de la cesta y asusté al lobo con mis pasos rápidos de “llego tarde”, pero llegaba muy pronto. Me paré en un bar para comprar un paquete de tabaco (si, para entonces ya fumaba), necesitaba humo en mis pulmones para apaciguar el ritmo frenético de mi caja torácica. Me fumé tres cigarrillos por el camino a modo de placebo porque, yo bien sabía que no me calmarían. Al llegar al teatro mi corazón cobró vida y salió del pecho por un momento, haciendo que mi cuerpo se agitara involuntariamente con un movimiento espasmódico que me hizo sonrojar de la vergüenza. – Empezamos bien, - pensé.
Fui al vestuario donde estaba mi compañero preferido y la directora, estuvimos hablando de cosas ajenas al espectáculo y mi voz estaba más temblorosa que la mismísima ciudad de Chile. No sé si ellos lo notaron, pero mis cuerdas vocales pasaron de ser suaves y sensibles como las cuerdas de un arpa a ser duras y eléctricas como las de un bajo en pleno concierto. Bebí agua y mi garganta se refrescó haciéndome olvidar el temblor de mis cuerdas vocales y, el concierto interno en el cual intervenía el corazón marcando la pulsación y el diafragma a modo de acordeón. Por fin estaba más tranquila. Me vestí, me maquillé, repasé el texto y escuché:
-¡Falta media hora!
Esas tres palabras se me clavaron en el estómago como una estaca.
-No quiero hacer teatro, no quiero hacer teatro, no quiero hacer teatro - me repetí constantemente durante esos treinta minutos. A los cinco restantes todos nos empezamos a dar abrazos deseándonos “Mucha mierda”. Me daba vergüenza que los demás, al abrazarme, notaran cada sístole y diástole en forma de semicorcheas. Subí las escaleras y esperé, como todos, entre las bambalinas rojas de terciopelo. Olían a viejo y el espacio que éstas nos delimitaba era muy pequeño, el escenario pequeño para un bonito ataque de ansiedad inoportuno. No fue el caso. Las manos me sudaban más que nunca y aunque me las secara contra el vestido se me volvían a mojar al instante. Las piernas no me reaccionaban, estaban como dormidas, asustadas, paralizadas, no estaba segura que me fueran a reaccionar. Mi boca era como un desierto subsahariano; me sentía la boca pastosa, como si hubiera tragado arena. La lengua estaba medio muerta posada entre los dientes y no muy dispuesta a despertar. Y todo esto, estando atenta a la situación que trascurría en escena para saber cuándo entrar, mi señal era un disparo sordo de una pistola de fogueo. Tres, dos, uno… Bang!
Mi pie ya estaba en el escenario, mi cabeza bajo los focos y la mirada, tal y como me habían dicho, direccionada a la tabla de luces. Empecé con la boca seca pero al par de dos minutos todo se desvaneció y el pánico se convirtió en placer y generosidad.
Y eso es el teatro, amigos, la conversión de tus miedos en movimiento, pasión y comunicación.
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| Pentesilea- Heinrich Von Kleist Febrer 2013 Col·legi de Teatre de Barcelona |

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