Hay veces que una despedida no tiene porque ser triste, ni
emotiva, ni siquiera tiene que ir
acompañada de un abrazo; de esos en los que controlas las ganas de llorar para
que no sea tan dramático. Las personas odiamos por definición las despedidas
porque preferimos dejar pasar el tiempo, olvidar y que todo vuelva a su cauce de
la manera más natural posible y, por qué no, para ahorrarnos el mal trago. Solemos
situar las despedidas en lugares tales como una estación de tren, un aeropuerto,
o en el umbral de la puerta de un ser querido bajo los efectos anestesiantes de
un “Siempre te querré”.
Hay veces que simplemente se nos priva del derecho a ejercer
nuestro pertinente ritual de despedida.
Saltándote ese paso nos encontramos directamente en la época del luto,
que se alarga mucho más con la omisión del susodicho ritual. Aún sigo buscando
culpables.
Hay veces que, en el momento que soplamos las velas de
nuestro cumpleaños o una pestaña que ha pasado a mejor vida, pedimos con todas
nuestras fuerzas un último encuentro para poder decir todo lo que mil veces
hemos escrito en un papel en blanco o, un simple adiós.
Y hay otras veces que
cuando se nos brinda esta oportunidad simplemente nos basta con un:
“Hasta
nunca, que te vaya bien la vida.”.
Mi regalito de fin de año.
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