martes, 31 de diciembre de 2013

De vegades



Hay veces que una despedida no tiene porque ser triste, ni emotiva, ni siquiera  tiene que ir acompañada de un abrazo; de esos en los que controlas las ganas de llorar para que no sea tan dramático. Las personas odiamos por definición las despedidas porque preferimos dejar pasar el tiempo, olvidar y que todo vuelva a su cauce de la manera más natural posible y, por qué no, para ahorrarnos el mal trago. Solemos situar las despedidas en lugares tales como una estación de tren, un aeropuerto, o en el umbral de la puerta de un ser querido bajo los efectos anestesiantes de un “Siempre te querré”.



Hay veces que simplemente se nos priva del derecho a ejercer nuestro pertinente ritual de despedida.  Saltándote ese paso nos encontramos directamente en la época del luto, que se alarga mucho más con la omisión del susodicho ritual. Aún sigo buscando culpables.



Hay veces que, en el momento que soplamos las velas de nuestro cumpleaños o una pestaña que ha pasado a mejor vida, pedimos con todas nuestras fuerzas un último encuentro para poder decir todo lo que mil veces hemos escrito en un papel en blanco o, un simple adiós.



 Y hay otras veces que cuando se nos brinda esta oportunidad simplemente nos basta con un:
 “Hasta nunca, que te vaya bien la vida.”. 





Mi regalito de fin de año.

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