Era mi décimo quinto cumpleaños, 21 de Mayo,
siempre soleado. Aquel año decidí celebrarlo en la playa con un número
considerable de amigos. De aquellos tantísimos creo que ahora sólo me sigo
viendo con cinco. Los demás se han ido perdiendo por el camino entre peleas,
discrepancias y la irremediable realidad, que te lava la cara por las mañanas
para que veas con un poco más de claridad. La adolescencia es como el alcohol
que exalta los sentimientos y las amistades, así que todo aquel grupo de semi
desconocidos eran entonces mis más íntimos amigos.
Antes de llegar al paseo marítimo
paramos en un bazar chino y con el descaro necesario sacamos todo tipo de
documentación falsa. Nuestros argumentos se cogían con pinzas, al igual que
nuestra actitud. Era toda una aventura intentar comprar alcohol sin tener la
mayoría de edad. Yo estaba sobreexcitada por la situación, me sentía desafiando
las leyes del tiempo y rebelándome contra las normas establecidas por el
patriarcado. ¡Qué os den, capullos!- pensé. Era una pequeña anarquista
incomprendida disfrazada de masa social, bajo el patrón de jovencita de quince
años disimulando su virginidad, para no desentonar. Así que una vez con el
arsenal de botellas de alcohol en mano, nos dirigimos hacía la playa. Entre
chicos y chicas éramos al menos veinte personas predispuestas a descubrir los
famosos y peligrosos efectos del alcohol, a las 18h de la tarde. Al llegar a la
playa fuimos llenando vasos y vaciando botellas a un ritmo frenético, casi
ansioso. El mar cada vez tenía más oleaje, la marea subía y bajaba a nuestro
antojo adolescente y yo me sentía como una auténtica estrella de rock rodeada
de tantas caras conocidas. Todo iba bien, la realidad cada vez era menos
trascendental, pero no por eso más incierta y todos nosotros empezamos a
sincerarnos los unos con los otros, entre confesiones, risas desbocadas y algún
que otro beso robado. El paisaje era idílico; el mar mediterráneo de fondo, la
arena a la izquierda y nosotros encima de un conjunto de rocas, mirándolo todo
des de arriba, des del palco de la vida. La zona estaba en obras, parecía una
especie de collage hecho de roca y hormigón con pintadas de grafiti como colofón.
Era como una pasarela que bordeaba el mar, el escenario perfecto para el final
de una novela romántica o el lugar de culto donde tirar las cenizas de un ser
querido. Si te aventurabas a continuarla descubrías las primeras pinceladas del
futuro puerto de Badalona. Así que esa parte no pertenecía a nadie, ni a los
obreros, ni a los marineros, ni a los vecinos de la zona.
Mi mejor amiga organizó un
brindis en mi honor y cuando alzamos los vasos de plástico hacía el cielo, se
le cayó el reloj entre dos rocas. En lugar de felicitarme empezó a maldecir
todo aquello que la rodeaba casi sacando espuma por la boca. Todos nos
acercamos e intentamos ayudarla a recuperar su reloj, que según decía, era el
de la comunión. Se lo había regalado su abuelo, el cual aún seguía vivo en su
recuerdo entre las cuatro paredes de la torre de Vilanova. Y, en un movimiento
casi coreográfico todos nos apartamos dejando al descubierto la silueta a
contraluz de Jesús, el Salvador. Nos miró
a todos con mirada desafiante
casi de telenovela y con voz de doblaje dijo:
-Yo recuperaré ese reloj.
En mi mente todas nos deshicimos
en aplausos y gritos de deseo mientras él desfilaba por la pasarela improvisada
que le habíamos creado. Así que se puso manos a la obra y se perdió entre las
rocas, no sin antes guiñarle el ojo a mi amiga con sonrisa de “tranquila nena,
todo irá bien”. Yo lo viví como la gran aventura de mis quince años que siempre
sería recordada a la hora del vermut. Y realmente, así sería…
Jesús al entrar al socavón, vio el
reloj de plata de mi amiga y con su musculoso brazo intentó llegar a él. Fue imposible.
Fueron pasando los minutos y su expresión facial fue cambiando, al igual que
nuestras expectativas. La resignación inundó el ambiente y yo no fui la primera
que tiró la toalla, sino la principal implicada, mi amiga.
-
¡Da igual Jesús, sal de ahí que vas a acabar
haciéndote daño!
Él bajando la mirada avergonzado
asintió mientras empezaba a hacer fuerzas para subir. Con los brazos se impulsó
para elevarse pero no subía, con las piernas hizo fuerza y no subía, con todo
el cuerpo hizo presión y no subía. Estaba atrapado. Nos pensábamos que su humor
sobrepasaba los límites del buen gusto y que todo aquello no era más que una
broma macabra. Pero no era así, lo desciframos por su rictus pálido y
desfigurado. Tenía la pierna atrapada.
A partir de ahí todo fue muy
rápido, no recuerdo el orden de lo sucedido, solo veía movimiento, mucho
movimiento confuso. Y mientras tanto yo estaba quieta, inmóvil, simplemente
intentando procesar toda la información y entender que había pasado ahí. Amigos
míos estirando de los brazos de Jesús que lloraba y gimoteaba lo mucho que
quería a su madre. La gente de alrededor se empezó a acercar; hombres que paseaban
a su perro, padres con sus hijos, incluso pescadores intentaron ayudar a mi
amigo que aquella tumba rocosa que él mismo había cavado. Sus llantos se
entremezclaban con los de mi mejor amiga que se movía como una autista en plena
crisis. Si te acercabas mucho descubrías que iba repitiendo para sí misma: “Es
culpa mía, es culpa mía, es culpa mía”, mientras se mordía los nudillos hasta sangrar.
¡Vaya cumpleaños, aquello era un
cuadro!
Escuché a lo lejos la palabra “bomberos”
y en un momento de cordura deduje su significado.
¿Ya vienen los bomberos? ¡Ni
hablar, yo desaparezco de aquí!
Y en un acto de, aún no sé si fue valentía o
cobardía, salí corriendo junto con una chica lejos de todo ese circo. Corrimos
muchísimo, antes de que los medios de comunicación llegaran y mi madre me viera
borracha. Sí, eso era lo único en lo que pensaba en aquel momento.

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