miércoles, 11 de diciembre de 2013

Quince años tiene mi amor

Era  mi décimo quinto cumpleaños, 21 de Mayo, siempre soleado. Aquel año decidí celebrarlo en la playa con un número considerable de amigos. De aquellos tantísimos creo que ahora sólo me sigo viendo con cinco. Los demás se han ido perdiendo por el camino entre peleas, discrepancias y la irremediable realidad, que te lava la cara por las mañanas para que veas con un poco más de claridad. La adolescencia es como el alcohol que exalta los sentimientos y las amistades, así que todo aquel grupo de semi desconocidos eran entonces mis más íntimos amigos.
Antes de llegar al paseo marítimo paramos en un bazar chino y con el descaro necesario sacamos todo tipo de documentación falsa. Nuestros argumentos se cogían con pinzas, al igual que nuestra actitud. Era toda una aventura intentar comprar alcohol sin tener la mayoría de edad. Yo estaba sobreexcitada por la situación, me sentía desafiando las leyes del tiempo y rebelándome contra las normas establecidas por el patriarcado. ¡Qué os den, capullos!- pensé. Era una pequeña anarquista incomprendida disfrazada de masa social, bajo el patrón de jovencita de quince años disimulando su virginidad, para no desentonar. Así que una vez con el arsenal de botellas de alcohol en mano, nos dirigimos hacía la playa. Entre chicos y chicas éramos al menos veinte personas predispuestas a descubrir los famosos y peligrosos efectos del alcohol, a las 18h de la tarde. Al llegar a la playa fuimos llenando vasos y vaciando botellas a un ritmo frenético, casi ansioso. El mar cada vez tenía más oleaje, la marea subía y bajaba a nuestro antojo adolescente y yo me sentía como una auténtica estrella de rock rodeada de tantas caras conocidas. Todo iba bien, la realidad cada vez era menos trascendental, pero no por eso más incierta y todos nosotros empezamos a sincerarnos los unos con los otros, entre confesiones, risas desbocadas y algún que otro beso robado. El paisaje era idílico; el mar mediterráneo de fondo, la arena a la izquierda y nosotros encima de un conjunto de rocas, mirándolo todo des de arriba, des del palco de la vida. La zona estaba en obras, parecía una especie de collage hecho de roca y hormigón con pintadas de grafiti como colofón. Era como una pasarela que bordeaba el mar, el escenario perfecto para el final de una novela romántica o el lugar de culto donde tirar las cenizas de un ser querido. Si te aventurabas a continuarla descubrías las primeras pinceladas del futuro puerto de Badalona. Así que esa parte no pertenecía a nadie, ni a los obreros, ni a los marineros, ni a los vecinos de la zona.
Mi mejor amiga organizó un brindis en mi honor y cuando alzamos los vasos de plástico hacía el cielo, se le cayó el reloj entre dos rocas. En lugar de felicitarme empezó a maldecir todo aquello que la rodeaba casi sacando espuma por la boca. Todos nos acercamos e intentamos ayudarla a recuperar su reloj, que según decía, era el de la comunión. Se lo había regalado su abuelo, el cual aún seguía vivo en su recuerdo entre las cuatro paredes de la torre de Vilanova. Y, en un movimiento casi coreográfico todos nos apartamos dejando al descubierto la silueta a contraluz de Jesús, el Salvador. Nos miró  a todos con mirada desafiante  casi de telenovela y con voz de doblaje dijo:
-Yo recuperaré ese reloj.
En mi mente todas nos deshicimos en aplausos y gritos de deseo mientras él desfilaba por la pasarela improvisada que le habíamos creado. Así que se puso manos a la obra y se perdió entre las rocas, no sin antes guiñarle el ojo a mi amiga con sonrisa de “tranquila nena, todo irá bien”. Yo lo viví como la gran aventura de mis quince años que siempre sería recordada a la hora del vermut. Y realmente, así sería…
Jesús al entrar al socavón, vio el reloj de plata de mi amiga y con su musculoso brazo intentó llegar a él. Fue imposible. Fueron pasando los minutos y su expresión facial fue cambiando, al igual que nuestras expectativas. La resignación inundó el ambiente y yo no fui la primera que tiró la toalla, sino la principal implicada, mi amiga.
-        ¡Da igual Jesús, sal de ahí que vas a acabar haciéndote daño!
Él bajando la mirada avergonzado asintió mientras empezaba a hacer fuerzas para subir. Con los brazos se impulsó para elevarse pero no subía, con las piernas hizo fuerza y no subía, con todo el cuerpo hizo presión y no subía. Estaba atrapado. Nos pensábamos que su humor sobrepasaba los límites del buen gusto y que todo aquello no era más que una broma macabra. Pero no era así, lo desciframos por su rictus pálido y desfigurado. Tenía la pierna atrapada.
A partir de ahí todo fue muy rápido, no recuerdo el orden de lo sucedido, solo veía movimiento, mucho movimiento confuso. Y mientras tanto yo estaba quieta, inmóvil, simplemente intentando procesar toda la información y entender que había pasado ahí. Amigos míos estirando de los brazos de Jesús que lloraba y gimoteaba lo mucho que quería a su madre. La gente de alrededor se empezó a acercar; hombres que paseaban a su perro, padres con sus hijos, incluso pescadores intentaron ayudar a mi amigo que aquella tumba rocosa que él mismo había cavado. Sus llantos se entremezclaban con los de mi mejor amiga que se movía como una autista en plena crisis. Si te acercabas mucho descubrías que iba repitiendo para sí misma: “Es culpa mía, es culpa mía, es culpa mía”,  mientras se mordía los nudillos hasta sangrar.
¡Vaya cumpleaños, aquello era un cuadro!
Escuché a lo lejos la palabra “bomberos” y en un momento de cordura deduje su significado. 
¿Ya vienen los bomberos? ¡Ni hablar, yo desaparezco de aquí! 
Y en un acto de, aún no sé si fue valentía o cobardía, salí corriendo junto con una chica lejos de todo ese circo. Corrimos muchísimo, antes de que los medios de comunicación llegaran y mi madre me viera borracha. Sí, eso era lo único en lo que pensaba en aquel momento.

Siete años después, aún es inevitable recordar ese suceso sin morir de la risa.




PD: Los nombres han sido cambiados para no herir ningún tipo de sensibilidad ni exponer la intimidad de vidas ajenas.

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